Clarín

De vuelta al infierno

- Alejandra Pataro apataro@clarin.com

Hazaras. Rohingyas. Roma o gitanos. Yazidíes. Kurdos y haitianos... Hay pueblos que no tienen revancha. Como si una maldición se hubiese cebado con ellos, saltan de una calamidad a otra sin tiempo para respirar. Cruzan de la hambruna al terremoto. De la crisis humanitari­a al tifón. Y de allí a la guerra. De los campos de refugiados al abuso. Y de ahí a la violación. La esclavitud. La insegurida­d. Y la muerte. Algunos son apátridas. Otros tienen la patria ocupada. Y muchos habitan una tierra que no es apta para vivir. Y huyen. O los echan. O los persiguen. Y cuando llegan a dónde sea que pueden vuelven a ser rechazados. Y a pesar de esa gravedad, no suelen ser noticia. Sólo cuando su desgracia, por algún motivo aún más desgraciad­o, cae bajo la atención dispersa de “los demás”, son un título. Como Aylan Kurdi, el nene sirio muerto, ahogado, en una playa de Turquía con apenas tres años. No hay quien haya visto esa foto sin llorar. Sin embargo, el drama humanitari­o que la guerra en Siria desató y que Aylan mostró en 2015, no llevaba meses, ni días. Llevaba años. También pasaron furtivamen­te en los medios, unos 300 rohingyas de Myanmar, hacinados en un barco a la deriva, sin agua ni comida, rogando a los gritos a quien se acercara un puerto que los recibiera mientras tiraban al agua los cuerpos de los que se iban muriendo. En su reciente viaje a Eslovaquia, el Papa hizo escala para visitar otro pueblo azotado: los “roma”. En uno de los guetos más pobres de Europa, les recordó que eran el corazón de la Iglesia. Pero cuando se fue, se fueron con él las cámaras. Las imágenes de haitianos cruzando desnudos y con sus hijos llorando en brazos, el río Bravo entre México y Estados Unidos, componen acaso el más reciente ejemplo de un pueblo bajo castigo eterno. Un grupo de miles de haitianos se encontró en estos días atrapado con el agua a la cintura, decidiendo a mitad del río cuál de las dos orillas era la peor: la mexicana o la estadounid­ense. En una costa, el primer mundo los esperaba con guardias fronterizo­s de la patrulla montada de Texas y aviones listos para siete vuelos diarios a Puerto Príncipe, en una deportació­n sin escalas ni chances de rogar asilo. Ante la ferocidad de esos caballos texanos, muchos miraron a la otra orilla y dieron la vuelta hacia suelo mexicano, donde el gobierno de AMLO les prometía lo mismo: un boleto de regreso al infierno.

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