Coronavirus: ¿La hora del salvataje de las deudas de la periferia?
Uno de cada cinco países del mundo emergente entrarán en default en el futuro próximo, según anticipa un análisis del JPMorgan. El banco tiene fundamento para sus predicciones. Es la misma entidad que elabora el índice de riesgo país, el EMBI, Emerging Markets Bonds Index, muy citado en Argentina, que mide la diferencia que pagan los bonos del Tesoro de Estados Unidos contra las del resto de los países. Se trata, en realidad, de la sobretasa que los gobiernos, con economías endebles, deben financiar para dotarse de créditos. Cuanto más frágil la estructura del deudor mayor es el costo de riesgo país. En Europa, ese registro se hace contra el bond alemán.
Que un país entre en default, según las reglas en uso, implica en gran medida desaparecer. Los inversionistas los rehuirán y no habrá crédito, incluso con tasas de usura porque la fractura del compromiso de pago se extiende como un antecedente limitante. De modo que no se ahorra el dinero que iría a esos pagos ni tampoco sería posible generar esos fondos para el colchón nacional por el cierre de los mercados. Escapar de las deudas no resuelve el problema, más bien lo agrava.
Por eso se requiere de un acuerdo. Este conflicto no es solo excluyente de los deudores, compromete también a los acreedores, particularmente cuando las bancarrotas se generalizan como sucedió con la crisis de la deuda en América Latina en los ‘80 y entre los Tigres Asiáticos una década después, y como parece que ocurrirá ahora en la visión del JPMorgan.
En ese plano, una dimensión central es los cambios políticos que la crisis económica, agravada por la cesación de pagos y sus consecuencias de aislamiento, provocan en las sociedades afectadas. Como no se puede escapar del ajuste, por decisión o imposición de una realidad de escasez, hay un efecto político entre la población de cuestionamiento al sistema de poder. Apostar a que los países que quiebren se hagan cargo de sus calamidades, como sostiene cierto extremismo ultraliberal, se ha probado ineficaz y peligroso. En las épocas muy recientes que el discurso norteamericano se centraba en la vidriosa guerra contra el terrorismo, hasta Colin Powell, el canciller que se hizo famoso a comienzos de la década pasada, exhibiendo una botellita en la ONU como prueba de las inexistentes armas de destrucción masiva de Irak y justificar así la invasión a ese país, llegó a sostener que “el terrorismo realmente brota en donde hay pobreza, desesperación y desesperanza, donde la gente no ve un futuro”.
Sin ir tan lejos, lo que brota es un cuestionamiento generalizado a cómo se hacen las cosas, incluso al sistema democrático. En 2008, en el inicio de la anterior crisis global, el ex director gerente del FMI, Michel Camdessus, que llegó a culpar a los pobres de México por la pesadilla que vivió ese país con el Efecto Tequila, admitió ya jubilado, que “es preciso inyectar el sentido del bien común”. Y explicó, en términos más utilitarios que humanistas, que la pobreza puede hacer saltar por los aires el sistema. En ese sentido, el análisis del JPMorgan es tanto un pronóstico como un alerta, porque el coronavirus generará una crisis de la deuda igual o peor que las señaladas, con efecto similar imprevisible a nivel político.
Fuera de la periferia, Europa comenzó esta semana a decidir fórmulas para prevenir que el enorme rojo fiscal en economías paralizadas y con aluviones de desocupados genere al menos dos efectos negativos. Uno nace de las necesidades sociales que, por su profundidad, obligan a amplificar el gasto público y el endeudamiento para garantizar salud y contención, escalando la crisis presupuestaria. El otro, las vulnerabilidades estratégicas. El desplome de las acciones de las empresas del continente por el derrumbe de las economías, son presa fácil de estructuras competidores como el capitalismo chino o de las monarquías árabes y también de EE.UU.
La solución requiere el mismo nivel extraordinario que la propia situación. La alternativa en marcha es de una deuda perpetua, con un capital que se diluirá en el futuro y que solo se aplique a los intereses, que a su vez, al ser de garantía comunitaria, tendrían tipos mínimos. Es un subsidio de al menos 1,5 billones de euros, que puede subir al doble y se repartirá entre las naciones más afectadas de acuerdo al nivel de daño sufrido. Para eso está el Banco Central Europeo. El dato es que no inflará las deudas y no exigirá contraparte de ajuste como sí se hizo tras el estallido del 2008. Alemania dio la luz verde al acceder a aumentar el techo del gasto del presupuesto de la UE para viabilizar ese camino. No debe sorprender. El sendero contrario llevaría a algo más que al desierto .
La iniciativa fue comparada con el polémico plan Marshall de 1948, la asistencia de posguerra que impulsó EE.UU. con el apellido de su entonces canciller, George Marshall. La iniciativa tenía el múltiple propósito de ayudar a recuperar a Europa pero preservando su dependencia industrial de EE.UU. También, para proporcionar un amortiguador social que generara expectativas y limitara la influencia política de la hoy desaparecida Unión Soviética. Era el inicio de la Guerra Fría. Moscú, aliado contra los nazis, había sido invitado a participar de ese plan, pero con suficientes condiciones para persuadir a Stalin de alejarse.
La China actual, se cuela en el trasfondo de estos escudos, no tanto por la seducción de su modelo, que sí existe e inquieta, sino especialmente por el tamaño que rige a la República Popular como acreedor mundial. La veterana revista norteamericana Foreign Affairs apuntó recientemente a ese aspecto y a la reubicación mundial que pretende Beijing incluso a expensas de la actual crisis. “En este momento, China, con sus vuelos de socorro y asistencia médica, está ganando la batalla del poder blando contra EE.UU.”, escribió. Los efectos indirectos de esta crisis ”pueden cambiar permanentemente el mundo-añadió-. Estos efectos se sentirán particularmente en la creciente esfera de influencia de China, que ha desplegado en gran medida un modelo de control imperial basado en la deuda”.
La economía de la República Popular se derrumbará este año a niveles sin precedentes. El artículo, que lo firma un profesor de estudios estratégicos de la escuela de guerra de EE.UU., Azeem Ibrahim, sostiene, por lo tanto, que “es poco probable que Beijing haga una pausa y considere las consecuencias de exprimir a sus deudores en un momento tan vulnerable”.
Buena parte de esas deudas está en la periferia, en los países de Asia plegados al proyecto de la Ruta de la Seda y también en América latina que comparte el peso de esa losa con EE.UU. El artículo le avisa a Washington, pero mirando a las próximas elecciones en ese país, que “esta situación presenta a una administración estadounidense potencialmente nueva, la oportunidad de recuperar cierto liderazgo moral como el más benevolente de los imperios dominantes si lidera un programa de alivio de la deuda internacional y de reconstrucción”. La base es la infraestructura de Bretton Woods, donde nació el FMI y el Banco Mundial.
Aparte del dato que sugiere sobre la ausencia de un liderazgo mundial, el último punto es relevante. Cuando se alude a defaults, América Latina está en primera línea de ese destino. Pero estos países carecen de un Banco Central como el europeo para financiar planes de rescate a estos niveles. En estas horas extraordinarias solo están el FMI y el BM y también el desierto.
El ex especulador George Soros, un gran observador de los mercados, acaba de señalar que el G20 debe avanzar sobre la necesidad del alivio de las deudas que proclamó en su comunicado del 15 de abril pasado. “Lo piden solo para los países más pobres y de los prestamistas estatales. A los prestamistas privados se les dice que consideren darles a los países pobres un descanso en los pagos de la deuda, pero no se los presiona para obligarlos. Esto no va lo suficientemente lejos”, se queja.
Soros no es un socialista. Ganó fama en 1992 por voltear la moneda británica, jugada que le dejo mil millones de libras de ganancia. De modo que lo que propone va más allá de una cuestión ideológica. “La forma más sencilla de lograr el alivio de la deuda –afirma- es retrasar un año los pagos que vencen en los próximos 12 meses y exigir a los acreedores que renuncien a los ingresos por intereses de un año. Este sería un acuerdo único. No debe sentar un precedente para el futuro, y no debe constituir un alivio permanente de la deuda”. El plazo es quizá demasiado estrecho, pero sería un comienzo y ciertamente pone a un lado el riesgo de la bancarrota inminente en países como los de América Latina que, según la Cepal, se encaminan a la peor recesión de su historia. ■
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Se estima que uno de cada cinco países del mundo emergente entrarán en default en el futuro próximo.