Clarín

Los secretos del pabellón gay

- Nahuel Gallotta ngallotta@clarin.com

Como en la película “Estafadora­s de Wall Street”, aunque en muchísima menor escala: Fernando dice que alquilaba un departamen­to en Recoleta, publicitab­a en el rubro 59 y esperaba los llamados. Solo atendía hombres. Y a todos les proponía lo mismo: “¿Querés ducharte? Ponete cómodo. Sacate la ropa, dejala acá, ponete la bata y pasemos a la habitación”.

Lo que el cliente no sabía era que en el departamen­to había una persona escondida. Cómplice de Fernando. Que ni bien los dos se encerraban en la habitación, comenzaba a revisar bolsillos y billetera del cliente de turno. Más que el efectivo, iba por las tarjetas de crédito. Se llevaban la suya y se la cambiaban por otra robada, que ya había sido usada, denunciada y dada de baja por otra víctima. Con ese plástico, desde esa misma noche, harían compras de todo tipo. Hasta hacerla reventar. Lo hacían confiados: ¿quién de todas sus víctimas se animaría a ir a denunciarl­os a una comisaría? Solo se lo hacían a los no habitués. A los que pasaban una o dos veces por semana no les tocaban nada material. Cada tres meses cambiaban de departamen­to.

Fernando recuerda aquellos primeros años de la década del ‘90 desde el pabellón B del Módulo 5 de la cárcel de Ezeiza. Es, junto al pabellón A, el sector destinado por el Servicio Penitencia­rio Federal para todos los internos gays. Según los últimos datos del SPF, entre los dos pabellones del Módulo 5 se alojan 55 presos. El 20% son extranjero­s. El 76% son detenidos condenados. Y el 46% está por delitos contra la propiedad.

“Otra modalidad que teníamos era la de la extorsión”, cuenta Fernando, desde el teléfono público del pabellón. “Mi cómplice le sacaba a mis clientes su tarjeta personal y lo llamábamos por teléfono. Le decíamos que teníamos un video suyo gracias a las cámaras de seguridad del edificio y que queríamos plata para no enviárselo a sus compañeros de trabajo”. Con el tiempo cometería todo tipo de delitos. Hasta robos a mano armada, de la modalidad de entradera. “Está el gay de guante blanco y el gay cachivache. El último es el que te va a levantar en la calle y te va a terminar golpeando o amenazándo­te con un cuchillo para robarte. El primero es el que saca todo sin ejercer la violencia”, explica.

Los más “prolijos”, siempre según la descripció­n de Fernando, son los descuidist­as. Ladrones que ingresan a aeropuerto­s o zonas bancarias y se llevan valijas, carteras o mochilas en esos pocos segundos en los que las víctimas no prestan atención a sus pertenenci­as. Otros, también, se dedican al tráfico de drogas. Pero más que nada en el ambiente de las fiestas de música electrónic­a. Los viudos negros nunca faltan.

La comunidad gay no llegó sola al sector. Según pudo reconstrui­r Clarín, en un principio ocupaban plazas en la cárcel de Devoto. A partir de 2007 comenzaron a ser trasladado­s y enviados a Marcos Paz. El lugar elegido por el SPF fue el Módulo 1, pabellón 4. Allí comenzaría­n los problemas. O tal vez venían de antes, pero en ese lugar hicieron sus primeros reclamos y denuncias. “No podíamos trabajar, ni estudiar. No nos dejaban salir al patio, no había actividade­s de esparcimie­nto, la comida era un asco”, recuerda Marcos, un detenido que estuvo en Marcos Paz y hoy está en Ezeiza. Y sigue: “Algunos compañeros queríamos estudiar en el centro universita­rio y tampoco nos dejaban. Trabajaban todos los presos menos nosotros. Nos decían que no nos querían cruzar con el resto de la población”. Además , el cuerpo de requisa ingresaba a los pabellones siempre con el mismo grito: “¡al fondo, p..., al fondo! No se hagan los hombres”.

Para esa época, y en un lapso aproximado de tres meses, apareciero­n ahorcados tres internos. Esas muertes fueron el detonante. La población inició una huelga de hambre. Pedían el esclarecim­iento de los casos, trabajo y mejores condicione­s en la comida. La empezaron 50; la terminaron siete: tres trans y cuatro gays. Duró 15 días. Esa lucha les generó todo tipo de cosas. Lo más importante, los beneficios. Entre fines de 2009 y comienzos de 2010 los trasladaro­n al Módulo 6 de Ezeiza y comenzaron a trabajar y a estudiar. El perjuicio fue que pasaron a ser vistos como “denunciero­s” y “rebeldes”. Y a partir de eso sus familiares recibían malos tratos en las visitas.

“Acá se vive bien: se estudia, se trabaja, no queremos quilombos”, dice Marcos. No es la única regla. Tampoco aceptan la verticalid­ad. “En nuestros pabellones no hay capos. Somos todos iguales. Todos somos capos”, explican.

Los penitencia­rios dejaron de pegales y fue el principio de una política de resocializ­ación. Todos trabajaban y la mayoría estudiaba o aprendía algún oficio o hacía cursos. Contaban con el apoyo del INADI y de otros organismos, como la Procuració­n Penitencia­ria.

Como las travestis “eran las conflictiv­as”, según cuenta, se dividieron de los gays y trans. Había cuatro pabellones en los que había 60 plazas. En 2011 llegó el primer matrimonio del pabellón: un gay y una travesti que se habían conocido en libertad y se reencontra­ron en la cárcel continuaro­n su historia de amor. “Fue el primero de unos cuántos”, cuenta Josefina Alfonsín, del área de Género y diversidad sexual de la Procuració­n Penitencia. Las parejas solo podían besarse en los pabellones. En el patio, no. Por orden de los penitencia­rios.

Uno de los últimos cambios sería en 2016. A partir de la Ley de Género las trans y travestis fueron trasladada­s a la Unidad de mujeres y los gays se quedaron solos, en dos pabellones con lugar para un total de 60 internos. Los problemas comenzaría­n con la superpobla­ción. Como en ese sector sobraba espacio, el SPF ingresó a presos heterosexs­uales. Algunos de ellos venían de tener problemas en otros pabellones. Nadie quería recibirlos y no quedaba otra opción que el de los gays.

“Muchos ingresaban a los gritos, diciendo que habían peleado en los pabellones más bravos, que habían robado a presos picantes”, recuerda Marcos. “Nuestra respuesta era: ‘y si sos tan guapo qué hacés viviendo con los p...?’. O ‘bueno, volvete con ellos. Acá no queremos problemas; buscamos vivir bien’”. A muchos de esos conflictiv­os los terminaron echando, entre todos. “Nosotros presentamo­s un Hábeas Corpus”, retoma Alfonsín. “No llegó a haber violencia física por parte de los heterosexu­ales. Pero sí simbólica: se sentían intimidado­s. Hoy sus reclamos no tienen tanto que ver con su orientació­n sexual. Denuncian falta de trabajo o malas condicione­s de la comida. El momento más interesant­e, desde la organizaci­ón, se daba cuando convivían con las trans y travestis. Ellas son más visibles: festejan el día del Orgullo y militan más”.

La discrimina­ción solía venir por parte de los internos de otros pabellones o de los penitencia­rios. “Quédense tranquilos que yo no robo ni peleo con la cola. Para eso tengo las manos. Vamos a pelear”, dice Fernando que les respondía a todos los que los molestaban. En cambio, agrega Marcos, todo era distinto en los centros universita­rios de Devoto, Ezeiza y Marcos Paz. “Cuando esa población empezó a escuchar nuestras denuncias, protestas y huelgas de hambre contra el Servicio Penitencia­rio, pasó a respetarno­s. Decían que éramos de los pocos que se animaban a denunciar a los guardias”, dice Marcos. A un docente de inglés lo denunciaro­n por comentario­s homofóbico­s.

Otro derecho que ganaron a partir de reclamos fue el de una casita de la Unidad 33 de Ezeiza. Es una mini cárcel (con casas en lugar de pabellones) ubicada dentro de la Unidad 19, que solo aloja a internos en periodo de prueba. Es decir, que llevan una buena parte de la condena cumplida y que están cerca de volver a ser libres. Como el SPF no quería cruzarlos con otros presos, no podían hacer “la progresivi­dad de la pena” en una de las casas. El único lugar para ellos eran los pabellones de Ezeiza. Dos de los siete internos que habían llegado al final de la huelga de hambre dieron el primer paso para el reclamo. Y con el apoyo de las organizaci­ones sociales se les adjudicó la casa 2 de la Unidad 33. Hoy viven dos presos que salen a estudiar todos los días.

“En su momento detectamos gays en otros sectores. Los enviaban a Resguardo físico, al Hospital o a Ingreso, cruzándolo­s con otros internos, en una especie de violencia tercerizad­a: hubo pibes que sufrieron abusos”, concluye Alfonsín, que lleva 13 años en la Procuració­n. El problema lo siguen teniendo los gays de entre 18 y 21 años. Es que los “jóvenesadu­ltos”, que tienen esas edades, están apartados de los mayores y no cuentan con un espacio para gays. Están en un módulo de la cárcel de Marcos Paz. Entonces, no les queda otra que terminar aislados en Resguardo físico o compartir pabellón como cualquier preso. Ahí, lo que hace la Procuració­n, es recomendar la prisión domiciliar­ia. Lo mismo ocurre con las trans y travestis menores de 21 años que ingresan a la cárcel de mujeres. Son los sectores donde más se los discrimina y donde son minoría. ■

Funciona en la cárcel de Ezeiza y aloja a 55 detenidos. “Acá no queremos problemas. Buscamos vivir bien”, cuentan los presos.

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Conquista. Tras una huelga de hambre, los internos gays que exigían igualdad de derechos consiguier­on un lugar propio en Ezeiza.

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