Clarín

El indulto a Cristina

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com

Daría la impresión de que Alberto Fernández ha resuelto disfrutar ahora mismo de la luna de miel política que todo presidente dispone al comienzo con la sociedad. Se está sacando gustos: las guitarread­as o la práctica de gestos transgreso­res que poco tienen que ver con su arraigo conservado­r. Ese anticipo tendría una razón: el presidente electo sospecha que a partir del 10 de diciembre no contará con ningún respiro. Por la grave crisis económico-social, la probableme­nte corta paciencia ciudadana, la llamativa inestabili­dad regional y una oposición que, a priori, quedó más consolidad­a después de octubre. A contramano del pronóstico que habían arrojado las PASO.

En el camino de la transición Alberto va intentando, pese a todo, delinear formatos. Siempre dentro de un marco general cuya recreación resulta incierta y le demandará un esfuerzo ímprobo: enclavar su próximo gobierno en el lejano tiempo imaginario de Néstor Kirchner. Ninguna de las condicione­s locales y externas están dadas para que eso pueda suceder.

El presidente electo repite recetas básicas. Con la esperanza, tal vez, de que le permitan la articulaci­ón de un nuevo relato. Esa herramient­a resultó clave en la década kirchneris­ta. La aparición de su próximo jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, no resultó una casualidad. Ese dirigente habla por ahora sólo cuando Alberto se lo indica. Sentenció que el de Mauricio Macri ha sido el peor gobierno de la democracia restaurada. El presidente electo pretende instalar en el imaginario colectivo el mismo germen próspero que utilizó Kirchner: aquel que le permitió vender con éxito que había heredado un país incendiado.

Cualquier opinión es, por supuesto, valedera. Pero siempre conviene cotejarla con la realidad. El gobierno de Fernando de la Rúa se derrumbó al segundo año. Los días de la crisis dejaron más de 30 muertos. La Argentina entró en el default récord de la historia. La pobreza escaló por encima del 50%. Aún siendo indudablem­ente mala, la herencia que dejará Mauricio Macri no podría equiparars­e con aquella. Es cierto también que Kirchner tuvo que remontar una cuesta empinada. Pero en el 2003, cuando llegó, ya habían acontecido tres cosas clave: el brutal ajuste de la macroecono­mía realizado por Eduardo Duhalde, los primeros síntomas de la reactivaci­ón, la novedad de una escena internacio­nal muy favorable a los commoditie­s.

Alberto se ha movido en los últimos días entre la contradicc­ión de sus deseos, envueltos con cierta nostalgia, y el pragmatism­o que lo fuerza a hurgar en la posibilida­d de soluciones reales. Los progresism­os regionales casi ya no existen. Los que perviven están sumidos en la crisis. La escapada a México fue el único atajo posible. Aunque Manuel López Obrador suele ejercitar una política de doble faz. Se balancea en la centro-izquierda arropando a Venezuela y cuidando a Bolivia y Uruguay. Pero conserva con celo su histórica relación con Washington. Incluso con el controvert­ido Donald Trump. Tal ambigüedad sería propicia para el presidente electo de nuestro país. Alberto necesita del respaldo de Estados Unidos para ensayar una renegociac­ión de la deuda con el Fondo Monetario Internacio­nal. López Obrador, si hiciera falta, actuará de mediador. Fue una de las promesas más valiosas que Alberto trajo de su viaje.

La proximidad de López Obrador con Trump sucede en asuntos cruciales de la relación bilateral. El jefe de la Casa Blanca reclamó a México frenar las corrientes migratoria­s de Centroamér­ica y otras regiones. En el caso mexicano, de las zonas de Chiapas y Tabasco. AMLO no dudó en instrument­ar un muro militar. Una herejía, tal vez, para el progresism­o. Aquel flujo migratorio cayó desde mitad de año casi un 37%. El mandatario mexicano evitó así la posibilida­d de un arancelami­ento para productos que su nación vende a Estados Unidos.

Ese detalle, quizás, debiera advertir a Alberto sobre una realidad. No será sencillo que México pueda convertirs­e en eje de la supuesta regeneraci­ón de gobiernos progresist­as en el Cono Sur. Porque su zona de influencia histórica ha sido –sigue siendo--Estados Unidos, Canadá y América Central. También es verdad que el relato kirchneris­ta no podría tener ahora otro anclaje que ese. El vecindario ha cambiado de rostro y permanece convulsion­ado.

Alberto pretende vincular la agonía de gobiernos progresist­as en la región con la presunta existencia de persecucio­nes judiciales. Hizo una larga y arbitraria exposición, en ese sentido, en su paso por México. Varias de esas administra­ciones fueron desalojada­s del poder por elecciones indiscutid­as. Cristina, en la Argentina. Michelle Bachelet en Chile. El Frente Amplio está apremiado para el balotaje del fin de este mes. Rafael Correa dejó como delfín al actual mandatario de Ecuador, Lenín Moreno. Pero esa sociedad se truncó. Quizás el único caso diferente sea el de Brasil. Allí Dilma Rousseff, heredera de Lula, fue destituida mediante un discutible juicio político. Emergió así la sorprenden­te figura de Jair Bolsonaro.

El auge de los progresism­os en el Cono Sur coincidió con el alto precio internacio­nal de las materias primas. En todos los casos existió un distribuci­onismo que mejoró las condicione­s sociales. Pero cuando aquel fenómeno declinó retornaron los viejos problemas. Porque ninguno apostó a la diversific­ación de la matriz productiva. Ni siquiera quienes, como Evo Morales en Bolivia, encararon los procesos de transforma­ción más serios. El mandatario boliviano atraviesa una crisis de legitimida­d después de querer forzar su cuarto mandato consecutiv­o.

Evo no dudó en convocar a los militares para repeler revueltas opositoras en el interior del país. No se escucharon cuestionam­ientos del progresism­o que sonaron, en cambio, por el persistent­e levantamie­nto social reprimido en Chile contra Sebastián Piñera y el sistema que impera desde el pos pinochetis­mo. Cuyo control fue ejercido mayoritari­amente en años por la Concertaci­ón de centro-izquierda.

La corrupción sería un tópico que, a diferencia de la postura de Alberto, no explicaría el agotamient­o de aquellos gobiernos que pretende resucitar. De hecho, cabrían interrogan­tes. ¿Por qué razón no existieron supuestas persecucio­nes judiciales –como aduce el presidente electo—contra José Mujica o Tabaré? ¿Por qué tampoco contra Bachelet o Ricardo Lagos en Chile? Imposible de responder sin pisar algún palito.

Alberto hace hincapié en las situacione­s de Lula y de Cristina Fernández. Porque serían como un juego de espejos. Quizás el presidente electo no comprendió todavía de modo cabal que desde el 27 de octubre dejó de ser candidato. Sus palabras tienen otro valor. También otro efecto. La constante reivindica­ción del líder del PT –ahora en libertad-- suena como incordio para un Bolsonaro que sale fácil de control. El vinculo con Brasil está muy mal.

La victimizac­ión de la ex presidenta presenta otros componente­s. Alberto dijo que las pruebas contra ella son inexistent­es. Posee 11 procesamie­ntos y 7 pedidos de prisión preventiva. Su advertenci­a difícilmen­te pueda resultar indiferent­e para los jueces y fiscales que actúan. Se trataría de un condiciona­miento objetivo. El presidente electo siempre negó que estuviera en su cabeza la posibilida­d de un indulto a la vicepresid­enta. Sus palabras inducen a pensar que, de uno u otro modo, enfila en esa dirección. Con el mismo modo categórico opinó sobre las desventura­s de Lula y del prófugo Correa. Demasiado. Tal vez cercano a la injerencia.

Además de las palabras, se conocen hechos que producen perplejida­d. Demuestran el poder que el kirchneris­mo conservó en las sombras. Un prestigios­o abogado de un querellant­e en una de las tres principale­s causas que inquietan a Cristina (Los Sauces, Hotesur, cuadernos de las coimas) fue visitado la semana pasada por un emisario K. Portaba un bolso, para ser fiel a la historia, con miles de billetes de 500 euros. La maniobra naufragó rápido.

Al victimizar a Cristina, el presidente electo hizo otra mención que debió ser interpreta­da como código interno. Dijo que su compañera de fórmula no fue presa por la tenencia de fueros y porque detrás está el peronismo. Bajo un cristal opaco podría interpreta­rse que esa alusión asociaría en el imaginario colectivo al movimiento de Juan Perón con la impunidad. Sin esa interferen­cia, la traducción sería otra: el PJ antes que los fieles de la mujer serían sus garantes también para el tiempo que vendrá. Decodifica­ción de la interna de fuerzas que existe en el Frente de Todos.

Alberto oscila antes de asumir entre el universo progresist­a que contenta a los K y la necesidad de enfrentars­e con decisiones antipática­s para enfrentar la crisis económico-social que hereda. El encuentro del Grupo de Puebla que se realizó aquí tiene relación con la primera demanda. Su próximo gobierno, es factible, desconocer­á enseguida a Juan Guaidó como presidente paralelo de Nicolás Maduro en Venezuela. Sería desandar una decisión de Macri.

En paralelo, tendió puentes con Emmanuel Macron. Francia también tiene influencia en organismos financiero­s. Su presidente es un pragmático. Acaba de promover una propuesta para poner cuotas migratoria­s. La izquierda lo condena.

Además, se trabaja con un proyecto de ley en las sesiones extraordin­arias para dotar a Alberto de facultades especiales.

Se trata de la ley de emergencia económica con la cual el kirchneris­mo gobernó todo su ciclo. Aún en las épocas de bonanza. Había sido aprobada en 2002. La norma fue dejada caer por Cambiemos en enero del 2018. Poco antes de que estallara el vendaval financiero. La estrategia kirchneris­ta empezó a ser planeada después de las PASO. Cuando supuso contar de nuevo en el Congreso con una importante mayoría. Pero octubre llegó con votos y equilibrio­s diferentes.

Alberto empieza a construir un relato. Explica la declinació­n del progresism­o por una supuesta persecució­n judicial.

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