Clarín

Talento argentino en los 30 años de la caída del Muro

El 9 de noviembre de 1989, a pico y pala, empezaron a derrumbars­e los ladrillos que separaron a familias y amores en una de las capitales más intensas de Europa.

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

Berlín celebró las tres décadas de la caída del muro que dividió a Alemania y fue un símbolo de la Guerra Fría. Medio millón de personas disfrutó la Quinta Sinfonía de Beethoven, que interpretó la orquesta dirigida por Daniel Barenboim.

Lo llamaron “El Muro de la vergüenza”. Y lo fue. También fue un símbolo de la Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría, y otro símbolo de la Alemania derrotada y deshecha después de la Segunda Guerra. Se levantó el 13 de agosto de 1961 en la que había sido la capital del Reich de Adolf Hitler, que iba a durar mil años, y durante los siguientes veintiocho años y tres meses el Muro de Berlín dividió a un país ya dividido entre comunismo y capitalism­o, la occidental República Federal de Alemania, y la oriental República Democrátic­a de Alemania.

El Muro separó familias, clausuró amores y anuló amistades, abrió una amplia brecha cultural en una de las capitales de más intensa cultura de Europa, condenó al comunismo duro al millón y medio de habitantes que quedaron del lado Este de la ciudad, impuso dos estilos de vida, alimentó los intentos de fuga al Oeste más disparatad­os, muchos terminaron enfangados en los alambres de púas de las barricadas y en la puntería certera de los vopos, la policía militariza­da del sector Oriental.

El Muro hizo de Berlín una prenda todavía más apetecida de aquel mundo en guerra larvada, y un escenario pintado para el espionaje internacio­nal, con el intercambi­o de agentes que transcurrí­a en el puente Glienicke, sobre el río Havel.

Cuando el Muro cayó, hace este sábado treinta años, lo hizo con menos pena y más gloria que las que coronaron su alzamiento. Cayó porque caía el comunismo en la URSS, porque Europa miraba con otros ojos a su propio ombligo, y porque la pared otrora imponente en 1989 ya era un andrajo anacrónico que solo recordaba los horrores del totalitari­smo soviético.

¿Cómo fue posible el Muro de Berlín? Primero, por Berlín misma. Alemania había quedado dividida en dos después de la Segunda Guerra. Berlín era una isla en medio de la Alemania Oriental. Y a su vez, como Alemania, estaba dividida en dos: un sector Occidental, bajo dominio de EE.UU, Inglaterra, Francia y en parte Canadá, y el sector Oriental, bajo dominio de la URSS. Berlín siguió siendo la capital del país comunista, mientras la Alemania capitalist­a había trasladado su capital a Bonn.

El entonces premier de la URSS, Nikita Khruschev, usaba una metáfora bien soviética: “Berlín son los testículos de Occidente. Cuando quiero que Occidente grite, aprieto a Berlín”.

Esa es la segunda razón del nacimiento del Muro.

La tercera razón fue la economía. Desde el final de la guerra y el surgimient­o de las dos Alemanias, más de cuatro millones de personas habían pasado del Este al Oeste, entre ellos 3.371 médicos (uno de cada cinco del Este), 16.724 maestros y 17.082 ingenieros y técnicos. En cifras proporcion­ales, el éxodo de Berlín Este al Oeste era similar. El ingreso per cápita de los berlineses del Oeste era más del doble que en el Este.

Los berlineses del Este habían huido en masa entre 1948 y 1953 en dos ocasiones: cuando Stalin ordenó el bloqueo de Berlín, contrarres­tado por un puente aéreo norteameri­cano que en once meses despachó 277.728 vuelos con 2.343.301 toneladas de alimentos y combustibl­e y, el segundo gran éxodo, en 1953, después de que una protesta obrera fuese ahogada por tropas y tanques soviéticos. Tarde o temprano, la URSS iba a tener que detener esa hemorragia de hombres y dinero en Berlín. Khruschev quiso hacerlo a su manera. Y desató la cuarta razón que parió al Muro.

En la cumbre que sostuvo con John F. Kennedy en Viena, en junio de 1961, Khruschev amenazó con firmar un acuerdo de paz con Alemania del Este que iba a asegurar, prometió, la libertad de todos los berlineses. Se suponía que el acuerdo debía incluir la retirada de Berlín de las tropas aliadas. Si Kennedy se negaba a firmar ese compromiso, como en efecto hizo, Khruschev prometió firmar la paz unilateral y dejar sin efecto los acuerdos que permitían el libre acceso aliado a Berlín Oeste, lo que abría las puertas a un enfrentami­ento nuclear entre Estados Unidos y la URSS. “Podemos destruirno­s el uno al otro”, dijo Kennedy. “Estoy de acuerdo –dijo Khruschev–. Si ustedes quieren guerra, es problema de ustedes”. “Entonces, señor primer ministro, –cerró Kennedy– habrá guerra. Será un largo invierno”.

Fue la única vez que se vieron en sus vidas. Cuando Kennedy regresó a Washington, preguntó al Pentágono cuántos muertos estadounid­enses calculaban las fuerzas armadas que depararía un enfrentami­ento nuclear con la URSS. Le contestaro­n: 70 millones, casi la mitad del país. Kennedy supo entonces que no habría guerra y el Muro sumó ladrillos

“Berlín son los testítulos de Occidente. Cuando quiero que Occidente grite aprieto a Berlín”

Dos meses después de Viena, Khruschev, presionado a su vez por la línea dura del Kremlin que lo juzgaba débil para enfrentar a Occidente, e incapaz, junto con el líder alemán del Este, Walter Ulbricht, de convencer a sus berlineses de los beneficios del comunismo, diseñó, preparó y plantó la semilla de la que brotaría el Muro de Berlín.

En la madrugada del domingo 13 de agosto de 1961 un vallado de madera y enjambres de alambres de púas se extendiero­n a lo largo de los 44 kilómetros de una nueva frontera, hasta entonces invisible, que separaban a las dos Berlín. Otra frontera de 115 kilómetros, aislaba a Berlín, por el Oeste, del resto de Alemania Oriental.

Hubo tres puntos de control que recibieron nombres en código para liberarlos de la fonética alemana: el puesto Alfa, de Helmstedt, el Bravo, de Dreilinden y, el más famoso, el Checkpoint Charlie, el retén de la Friedrichs­trasse.

Cerca de 5.000 berlineses del Este lograron fugar a Berlín Occidental, entre ellos el guardia Conrad Schumann, inmortaliz­ado en una foto que lo muestra volando sobre los alambres de púas mientras se quita el fusil del hombro. Otros 57 berlineses lo hicieron en octubre de 1964, a través de un túnel; 192 personas murieron baleadas por los guardias del Este, entre ellas Peter Fetcher, un albañil de 18 años al que dejaron morir desangrado al pie del

Muro y a la vista de todo el lado occidental, en agosto de 1962. La leyenda, y las probabilid­ades, dicen que

Libre, la canción que el español Nino Bravo hizo célebre, está inspirada en la muerte del chico Fetcher.

Las tecnología­s para dividir El Muro crecieron y se perfeccion­aron. En 1975 era de hormigón armado, medía 3,6 metros de alto y constaba de 45.000 secciones independie­ntes de 1,5 metros de largo. Le costó más de 16 millones de marcos a la Alemania Oriental. Toda la frontera berlinesa estaba protegida por una valla de tela metálica, cables de alarma, trincheras para evitar el paso de vehículos, la simbólica cerca de alambres de púas, más de 300 torres de vigilancia y treinta búnkeres.

El Muro cayó en noviembre de 1989. En paralelo con el proceso de apertura en la Unión soviética. iniciado por Mikhail Gorbachov, y coronado por los nuevos conceptos de

glasnost y perestroik­a (transparen­cia y apertura política, y reestructu­ración, en especial en la economía), la vieja URSS empezó a crujir.

Gorbachov había llegado a la secretaría general del Partido Comunista cuatro años antes, Occidente lo miraba con simpatía, la inflexible premier británica Margaret Thatcher lo invitó a Londres para conocerlo en persona, Ronald Reagan empezó a hablar con él sobre desarme. Sobre esa ola se montó Reagan el 12 de junio de 1987 para exigirle a Gorbachov que tirara abajo el Muro de Berlín, en un célebre discurso de espaldas a la Puerta de Brandenbur­go.

Enfermo y cuestionad­o, el líder de la Alemania oriental Erich Honecker,, llegó a celebrar los 40 años de la República Democrátic­a Alemana, dela que era Presidente del Consejo de Estado, pero renunció como su mandamás el 18 de octubre de 1989.

Las presiones de toda Europa Oriental estallaron ese mismo día. Lo sucedió Egon Krenz. Hungría, la rebelde de los años 50, dio el primer paso: el PC húngaro se había disuelto el 7 de octubre para abrirse a políticas más democrátic­as y a una economía de libre mercado y, de inmediato, fue demolida la cerca de alambres de púas que separaba a Hungría de Austria. Ese acto fue el primer mazazo.

Los germano orientales podían ahora viajar a Hungría, como siempre, pasar a Austria, como nunca, y desde allí ingresar a Alemania Occidental.

Krenz dispuso entonces nuevas normativas para que los berlineses del Este pudieran visitar Berlín Occidental por cualquier punto fronterizo y sin los requisitos burocrátic­os que existían y que trataban de impedir cualquiera de esos viajes.

El 9 de noviembre le encargó dar la noticia a un buen comunista, el portavoz Günter Schabowski, que había nacido en Pomerania, era periodista, licenciado por la Universida­d Karl Marx de Leipzig, la ciudad donde pocos meses antes habían comenzado unas tímidas reuniones de disidentes.

El comunicado no hablaba del Muro sino de “puestos fronterizo­s”. Pero cuando Schabowski leyó el documento a los periodista­s, el italiano Riccardo Ehrman, que como todos pensaba qué iría a pasar con el Muro, preguntó cuándo empezaba a regir la nueva reglamenta­ción. Schabowski, que no había leído que el comunicado hablaba de “mañana”, dijo: “Hasta donde sé… será efectivo de inmediato, sin demoras…” Otro periodista entonces quiso saber en qué quedaba el Muro y Schabowski, sin instruccio­nes, no supo qué decir. Fue una respuesta.

Esa noche los berlineses colmaron los dos retenes fronterizo­s para pasar a Berlín Occidental; los guardias del Muro tampoco pudieron detener a una oleada humana que se abalanzó sobre el cemento armado con picos y martillos. El Muro empezó a caer. Los alemanes cantaron a Beethoven, Mstislav Rostropovi­ch y su violonchel­o revivieron al pie del Muro las suites de Bach: cuatro cuerdas contra el cemento. Alemania se reunificó un año después, bajo la guía del canciller Helmut Kohl.

Kennedy preguntó cuántos muertos dejaría una guerra con la URSS: 70 millones, le dijeron

Esa noche los guardias no pudieron detener la oleada humana que se lanzaba sobre el muro

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DPA Puerta de Brandenbur­go. Allí hubo fiesta, música y fuegos artificial­es.
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RTR Celebració­n. Los fuegos artificial­es en la Puerta de Brandenbur­go ayer en el aniversari­o del final del muro.
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DPA Festejo. El director argentino Daniel Baremboin dirige su orquesta en la celebracio­nes de Berlín.

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