Clarín

La tentación de perderse en un mapa sin fin

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Callao y Corrientes marcaban mis límites de la ciudad de Buenos Aires. Aunque plena zona céntrica ya esbozaban una distancia prudencial de los centros neurálgico­s: unas siete cuadras del Obelisco, cinco o seis de Tribunales y al menos doce o trece de la peatonal Florida. Suficiente para mí que llegaba desde Rosario, ciudad grande pero no mastodónti­ca y que manejaba espacios a escala humana. Con gente, incluso, que hasta iba a almorzar a su casa y se permitía unos veinte minutos de siesta antes de regresar a su trabajo de horario cortado (así se decía, hoy me suena extraño).

De a poco mis fronteras se ampliaron. Compré ropa en el Once, gasté sillas en los bares de Palermo. Me perdí en Almagro y anduve de copas por San Telmo. Fui más allá: Barracas, Flores, Belgrano. La ciudad, lo supe, era interminab­le y aún hoy la percibo así. Soy feliz en este conglomera­do, me atraen los escondites del cemento pero sigo teniendo una mente a otra escala. Hay barrios de Buenos Aires que, luego de más de 30 años, aún nunca pisé y me incomoda eso de que vivir a 45 minutos del trabajo sea “cerca”.

Pero igual me gustan las ciudades que parecen superarme. Justamente por eso de que siempre sorprenden, queda algo por descubrir y la idea de desmesura se vuelve realidad después de andar treinta o cuarenta kilómetros y seguir en zona urbana. Y hay algo que me atrapa más que todo aunque despotriqu­e contra las distancias: se logra ser anónimo, no tener que justifi- carse ni explicarse. A nadie le importa qué hacés. O tomás un colectivo y nadie sabe quién sos. Sentarte en un bar y que sea la primera vez, para vos y para el que te atiende.

Algunos sufren por esa despersona­lización, yo la disfruto, es sinónimo de que el mundo –mi mundo– aún está en estado de transición, de levado, de hacerse cada día diferente. Será por eso que las vacaciones típicas en el mar o en la montaña me agotan rápido. Y ahí es donde llega la tentación: tomar un avión a esas mega urbes sin principio ni final. Dejar el bolso en alguna parte y subirse al primer subte hacia una estación con nombre enigmático. Bajar y caminar el barrio. Respirar aromas, ver las caras, seguir las rutinas. Sentarse y ser otro por un rato. Perderse en lo que el hombre construyó, ser yo pero a la vez ser muchos otros. Eso es la ciudad infinita, la que se sueña descubrir y jamás se logra.

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