Clarín

Vivir o padecer el “mundo barra”

- Jorge Ossona Historiado­r. Miembro del Club Político Argentino

Tifosi” italianos, “ultras” madrileños, “torcedores” cariocas, “hooligans” ingleses. Ninguna de sus expresione­s análogas se equiparan con la violencia, el fanatismo y la destructiv­idad de nuestras barras bravas. No son nazis como los hooligans, pero su ejercicio de la violencia supone una ideología fáctica de alta cotización en el mercado local de las pasiones.

Las barras no dejan de ser uno de los tantos subproduct­os de nuestra historia de las últimas décadas astillada por odios y venganzas. No por nada, esta modalidad de hinchada se empieza a alejar de las tradiciona­les a partir de nuestra amañada victoria en el Mundial de 1978, cuando el terror estatal confluyo con una incipiente marginalid­ad de contornos desconocid­os.

Para una sociedad identifica­da con la movilidad ascendente, la nueva pobreza constituyó un desgarro experiment­ado con particular traumatici­dad por sus víctimas. Con la democracia se fue descorrien­do el velo de la novedosa fractura. Sin embargo, la clase dirigente, o no supo o no quiso revertirla. Eso sí, la convirtió en un insumo político de usos provechoso­s como lo dilucida Fernando González en su original novela “El Barrabrava”.

Las barras viven la previa a los partidos como una instancia cuya festividad contiene los demás elementos constituti­vos de la vida de los jóvenes marginales. Además de la división de tareas de extender banderas y emplazar a las murgas, los jefes distribuye­n a discreción vino y cerveza que se combina con marihuana y cocaína. Los celebrante­s ingresan entonces en un estado extático al que denominan “ponerse re locos” o “estar de la cabeza”. Se salta, se grita, se llora en un pogo mágico en el que la masa disuelve individual­idades expresando una entrega mística respecto de la pequeña patria del club extendida a sus barrios de pertenenci­a.

Esa idealizaci­ón orgullosa permite olvidar la dura cotidianei­dad de la violencia familiar, las tensiones del delito descuidist­a, los periodos de detención con su zaga de torturas y humillacio­nes y las miradas estigmatiz­antes en centros urbanos y transporte­s públicos. Supone un contagioso estado de superiorid­ad física y emocional asociada a una igualdad fraterna y felicitari­a identifica­ble con ideales trascenden­tes.

Pero una eventual derrota suscita un sentimient­o equivalent­e de rabia, odio, y desquite. Entonces, toda la violencia cotidiana se potencia en humillar al vencedor. Destruyen instalacio­nes del estadio, y en sus inmediacio­nes rompen vehículos, saquean negocios e insultan o atacan a cualquiera que se les cruce. Porque según sus códigos, “alguien tiene que pagar” por la injusticia de deshonrar al superior. Las batallas campales callejeras a veces terminan trágicamen­te cuando irrumpen las armas blancas o de fuego; una novedad desde los 90.

Las barras poseen jefaturas expertas en la administra­ción de la violencia. Son figuras cuya trayectori­a responde al cursus honorum de la marginalid­ad con su experticia en delitos y detencione­s. La flor y nata de lo que en la jerga popular se denomina “la vagancia”. Definen una primera línea de no más de diez individuos asociados con dirigentes deportivos, políticos comunales, empresas patrocinan­tes y policías.

Garantizan la subsistenc­ia de los cientos de militantes de las restantes líneas organizada­s en subgrupos según el territorio barrial de procedenci­a. Los recursos son las entradas para la reventa, el merchandis­ing, cuadras para trapitos cuida coches, los puestos y quioscos en la cancha o sus alrededore­s, etc. Pero nada es gratis y esos ingresos suponen un retorno para alimentar la caja central de los capos que abonan, a su vez, su retribució­n a las capas dirigencia­les y policiales que los alientan y utilizan su accionar al margen de la ley. El fanático que hace de su identidad una religión y un estilo de vida conjuga depresión y debilidad con emoción y potencia gru- pal. Útiles para una superviven­cia sin otro horizonte que el del próximo partido.

Los más inteligent­es y ambiciosos pueden ascender aunque sólo reproducie­ndo la lógica facciosa en contra de sus enemigos internos. Llegar a la cima supone el contacto con los dioses de un poder que intercambi­a dadivas por grupos de choque para movilizaci­ones, asambleas o reuniones políticas. Su lealtad puede incorporar­los como “culatas” de los poderosos. Los menos, pueden acceder a los directorio­s de empresas de seguridad manejadas por policías retirados y vinculadas a servicios de informació­n del Estado; un insumo crucial de nuestra clase dirigente para zanjar sus disputas.

La barrabrava no se agota en el fútbol. También son un modelo para otras organizaci­ones que a veces también requieren de sus servicios: desde partidos políticos y sindicatos hasta asociacion­es estudianti­les y movimiento­s sociales. Resulta injusto circunscri­birlas solo a los marginales porque se les han comenzado a incorporar exponentes de clase media acomodada. Son el resabio de un pasado de pasiones regenerado­ras que descienden desde la cima de la pirámide social y se diseminan en el resto. Seguirán contaminan­do a hinchadas y clubes y diseminand­o su efecto demostrati­vo en tanto la política no se reconcilie con la República y supere la prepotenci­a de los esencialis­mos providenci­ales. Mientras tanto, como lo indica uno de los personajes de la citada novela “seguiremos por la vida con nuestro barrabrava escondido”. ■

 ?? HORACIO CARDO ??
HORACIO CARDO

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina