Tretas de la novela familiar
La búsqueda de la verdad es uno de los grandes motores de la ley, desde sus inicios; aparece en las mitologías antiquísimas que fundan el teatro de Sófocles. Nos lo recuerda Michel Foucault al estudiar las formas jurídicas en “Edipo”, niño regalado a unos campesinos, que por un funesto destino, ha dado muerte a su padre y a pesar de todos sus privilegios, busca saber, saber... La búsqueda de la verdad de las Abuelas que han perdido a sus hijos y visto arrebatados a sus nietos, uno de los máximos orgullos de nuestra historia reciente, hizo su propia dramaturgia –y su espejismo narrativo– en el anuncio y la desmentida de la recuperación del nieto número 120 el día de Nochebuena, nada menos que en “Chicha” Mariani. Fue una coincidencia quizá demasiado feliz. Abracémosla todos, después de su segundo hallazgo frustrado.
Tomadas a fines de 1976, las fotos de rollo de Clara Anahí Mariani Teruggi encierran esos primeros meses idílicos de un bebé con sus padres, cuando el sentido de la vista se estrena en la mirada de reconocimiento y la conciencia todavía no es capaz de retener aquello que no se ve. Llevan años subidas a la página de la Fundación Anahí, casi como un reclamo vacante a la identificación y la solidaridad. Durante 24 horas María Elena Wehrli fue Clara Anahí, otra nieta recobrada, en uno de los años admirables de la lucha por la recuperación de niños apropiados. Ante el país, con cada nieto vuelve a irrumpir el pasado en torrente, una biografía trágica con un desenlace de reparación. Prácticamente no hay una noticia que sea mejor recibida. Para una familia diezmada de La Plata, el jueves fue la excepción después de 38 Navidades en ascuas. Tan especial, que los Teruggi emigrados a Italia y Francia decidieron pasar las fiestas en Buenos Aires para celebrarlo. La Nochebuena los vio a todos reunidos, brindando felices.
También lo fue para la ciudadana Wehrli, de la localidad de Marcos Juárez, en Córdoba, cuyos 39 años no transcurrieron entre algodones, según algunos allegados: ella subió las fotos a su página acreditando al fin un origen y un árbol genealógico ciertos. De hecho, María Elena es abuela ella misma, por su hija, madre con apenas 19 años, lo cual habría convertido a Chicha Mariani en tatarabuela, de manera que la filiación se multiplicaba en vástagos.
Todo es acuciante para esta anciana. A sus más de 90 años, es una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo pero está enemistada con Estela de Carlotto desde comienzos de los 90, porque ésta dio por muerta a la beba. Mariani, que pierde la vista un poco más cada día, es una de las pocas abuelas por parte de padre. Su hijo Daniel sobrevivió al asalto, por haber salido de la casa de La Plata pocas horas antes del asalto de los parapoliciales, pero fue muerto en un enfrentamiento a comienzos de 1977.
Prefiero no pensar en María Elena Wehrli como una impostora de fin de año, la autora de un gran chasco, el bluff nacional, sino como una mujer acuciada, tan identificada con la historia del país que encontró allí todas las coartadas. Podemos casi ver a esta mujer repasando todo el álbum infantil de sus padres asesinados, sus nuevos padres, por así decir, esa contradicción de términos, el torbellino de las hipótesis de una vida prevista que no fue. Espanta pensar que se haya dado la noticia prescindiendo de la confirmación de compatibilidad genética; revela a un país habituado a los espejos optimistas, sin mucha base en la realidad. Para cualquier laboratorio privado, como el que se ocupó de su caso, un hallazgo semejante supone un antes y un después en términos comerciales. Era la noticia deseada por antonomasia. Digamos que es doloroso y más allá de la circunstancia puntual que hasta ayer por la tarde no haya intervenido el oficial Banco de Datos, que pertenece a la esfera de Estela de Carlotto. Nos habría evitado la decepción de una falsa buena noticia.
Imaginemos a la nueva Clara Anahí debutando en su verdadera identidad, en una familia inédita, repasando el milagro de su supervivencia; las tres horas de tiroteo en la casita de La Plata, la muerte de todos salvo ella, envuelta en una manta por el chofer de Ramón Camps y sacada de ahí en el auto del propio coronel. Lo que lleva a una mujer de casi 40 años a abrazar un sino tan predestinado es viejo como el mundo: la necesidad de reemplazar el estigma del abandono por una épica que sutura todas las heridas. En otras palabras, el triunfo de la ilusoria novela familiar: todos somos hijos de un príncipe, que fue obligado a dejarnos en un canasto a orillas de un río.