El cajón ideal para los asados
Lo mejor para hacer en el conurbano feroz es conseguir cajones para hacer el asado, esa rotunda e indisputada pasión nacional. Hay que agarrarlos cuando uno viene de cualquier parte caminando o puede parar el auto también, y aprovecha. Es emotivo porque de golpe el cajón aparece. Otras veces se anticipa como un espejismo o ya una certeza para el ojo entrenado. La faena tiene el agregado del furtivismo si en la intención el captor se deja alterar por la duda: ¿el cajón está tirado para agarrarlo o lo dejaron para que alguien lo pase a buscar y lo reponga lleno? Pero en la noche del conurbano feroz, listo. Si era para que se lo llevara otro, a mí no me viste.
A lo mejor estos cajones representan algo más complejo. El preanuncio de la fiesta bovina, como la fiesta igualitaria de la víspera: todos, al cabo, estamos esperando algo.
De vuelta a la existencia material, constructivamente son hermosos; elegantes de estructura, con las maderas vulnerables de la base y los laterales. Levedad y rock. Como las mariposas. Demasiado acabados para morir tan rápido. Más compactos, los cajones de la verdulería están concebidos para el trajín. Y las poesías que tienen impresas, con los nombres de las huertas o la identificación de la naves del Mercado Central, verdaderamente merecen perdurar.
Pero los que sirven de verdad son los que sacan a la calle las granjas de pollo. La grasa que pegotea los restos de nailon también unta las maderas, las penetra, optimizando de esta manera la futura combustión. Esos son los mejores.