La dictadura del celular
Caía la tardecita por una vereda de la calle Arenales cuando estuvo a punto de producirse el accidente menos pensado: dos jóvenes madres, una, de pelo corto, lacio y anteojos gruesos; la otra, más alta, pura sonrisa, piernas larguísimas; ambas igualmente flacas y un poco lánguidas, manejaban sus respectivos cochecitos con bebés insertos, mientras leían o miraban o tecleaban esos adminículos que conforman una especie de protuberancia o prótesis de las manos siglo XXI, los celulares. Cuando se acercaban a la inimaginable colisión, la alta levantó la vista y pegó el grito. La otra la miró y casi a un tiempo ambas volantearon y lograron esquivarse. Luego las dos se pusieron a charlar entre risas.
Esto que no ocurrió, a veces inevitablemente ocurre: cada tanto nos lleva puestos, o casi, una dama o un caballero que anda de lo más concentrado en su WatsApp o mensaje de texto, mientras transita por las vereditas tan accidentadas de la gran ciudad.
Es que ahora, en medio del fárrago urbano, a los imbancables peatones suicidas -esos que cruzan por la mitad de la calle dándole la espalda a la mano por donde avanzan los vehículos-, a los ciclistas que se consideran exentos de obedecer las señales de tránsito, a los motociclistas que surcan los atascos gambeteando como Messi, pero ocurre que, con frecuencia y a nuestro pesar, lo hacen al borde del abismo.
Y a eso se le suman aquellos que, cabeza abajo, le prestan más atención a la realidad virtual que portan en la mano que al mundo tan hiperreal que los circunda.