EL VIAJE QUE ERA DESPEDIDA
La última vez en Buenos Aires, el encuentro en una librería y el adiós a su madre.
Debía ser primero de diciembre, o quizá dos: 1983. Faltaba una semana para que se acabara en los papeles una dictadura que ya no era nada. Era raro: la euforia extrema, cierto miedito todavía.
Hacía mucho calor esa mañana, cuando Héctor Yanover me llamó para decirme que Julio Cortázar iría a su librería Norte, que si quería pasar. Yo lo había leído mucho, con todo el entusiasmo de mis 15 o 17, pero no lo conocía personalmente –porque creo que no hay que conocer a los que escriben–: había vivido varios años en París evitando el lugar común de ir a tocarle el timbre. Pero esa vez quería entrevistarlo.
Éramos muy pocos. Nos presentaron; Cortázar me contó que había llegado un día antes, que iba a estar una semana y que era una visita muy privada: venía a despedirse de su madre de noventa y tantos años. Yo puse cara de circunstancias y le dije lo siento. Sí, es ley de vida, me dijo, y que, por eso, todavía nadie sabía que estaba en Buenos Aires. Tardé muy poco en preguntarle si aceptaría la entrevista. Él me miró un poco torcido, casi socarrón, y me dijo que sí. Yo, feliz, que cuándo podría ser. –Ahora. –¿Cómo ahora? ¿No puede ser mañana, pasado?
– No, por desgracia sólo puedo ahora.
Hubo que improvisar. Alguien me prestó un grabador, subimos al departamento de Yanover para usar una mesa y unos vasos y un poco de silencio. Yo estaba levemente desesperado: tuve que inventar una entrevista que no había preparado –y creo que se notó. Pero Cortázar estaba amable, parlanchín: quería conversar. La charla duró como dos horas; me impresionaban el entusiasmo y la juventud de ese señor de 69 años.
Esa tarde me encerré a desgrabar y empezó a sonar el teléfono. La noticia de mi entrevista –no había otras– ya había circulado y me llamaron de varios medios para comprármela. Yo estaba en una situación privilegiada pero no podía aprovecharla: me había comprometido con Yanover a dársela a un semanario que sacaría un anticipo de Los autonautas de la cosmopista, el libro de Cortázar que él acababa de editar. Así que al día siguiente la entregué. Un secretario de redacción consiguió pagármela diez veces menos que lo que su jefe le había autorizado –y se sintió, supongo, el empleado del mes.
La publicaron el jueves 8 de diciembre, a dos días de la democracia. Pero antes habíamos tenido que volver a verlo, en un apart de Córdoba y San Martín, para que Dani Yako le hiciera fotos. Fue un rato más de charla con ese señor que parecía tan joven. Recién al otro día, cuando vimos las imágenes, lo vimos: Julio Cortázar era una rama seca, una fuerza que se disolvía con la distancia. La noticia de su muerte llegó dos meses después, desde París; sólo entonces entendí por qué había venido a despedirse de su madre.
(La charla fue muy larga. Estos son, sobre todo, los pasajes que hablan de la situación política de aquellos tiempos inaugurales –y ciertos olores, recuerdos y deseos.)