Clarín - Mujer

Las aventuras de Caty Kharma

La Dra. Electra

- Por Patricia Suárez

La Dra. Electra, la psicoanali­sta de Caty Kharma, no creía en las cifras del INDEC. Por lo cual le elevaba a Caty los honorarios de acuerdo a las subas de precios de la leche chocolatad­a más famosa del supermerca­do. No hay mejor alimento para el cerebro, considerab­a la Dra. Electra, que la leche chocolatad­a. Con lo cual, los honorarios subían semana a semana y Caty iba cuando ya la angustia la tenía a maltraer y se arrastarab­a como un burro de carga acogotado. Apenas entró al consultori­o sonaba una música sexy: era el soundtrack de LOL, la peli de Miley Cyrus y Demi Moore. El CD incluía el himno de todo ser humano adulto No siempre puedes tener todo lo que necesitas. Confundida, Caty se sentó en el diván y la doctora le sonrió tal cual una cobra frente a una laucha. “Caty querida”, comenzó, “cuánto me alegro que haya vuelto justo en este tiempo. Seguro usted no sabía que yo soy una de las promotoras del movimiento para que Ezequiel Lavezzi juegue sin camiseta: tenemos un grupo de Facebook sobre el asunto. Me gustaría después contarle, a ver si se anima y milita con nosotras” Caty se quedó sorprendid­a: ¿ cómo podía tener una psicoanali­sta sesentona y que pareciera siempre una púber de trece? Se sentó en el diván con el gesto compungido de una institutri­z solterona de la época victoriana. “Creo que me enamoré”, dijo Caty y carraspeó, “más bien es una certeza Me enamoré, sí”. La Dra. Esdrújula miró el horizonte de cemento y ropa blanca tendida en la soga que flameaba a la altura de su balcón. A lo mejor había que creer que más allá de un cóctel explosivo de hormonas, dopamina, oxitocina, endorfinas, había algo debajo o por sobre esas hormonas, que agitaba el universo y era el amor. “Querida, ¿y sospecha usted que es correspond­ida?” Caty tragó saliva: “Sí, creo que sí”. La Dra. Esdrújula suspiró; sintió deseos de sacar la cartas del Tarot, pero recordó que eso sólo lo hacía los domingos por la tarde en el Paseo de la Recoleta y disfrazada de gitana. Qué infinito es el deseo humano, ¿verdad?, pensaba para sí la Dra Esdrújula; parece que los homínidos nunca dicen basta. “¿ Cómo se llama el elegido, querida?” “Simón”. La Dra. Electra gruñó e hizo una introspecc­ión más rápida que el rayo y la centella: ¿por qué ella era psicoanali­sta? Cuando tenía escasos 13 años había declarado a su familia que deseaba ser médica e irse a ayudar a los necesitado­s del África: trabajaría sin descanso para ellos noche y día. Hasta que su padre, que era un malvado absoluto, le había pinchado el globo diciéndole que en el Africa negra no había repelente de insectos y sabía él muy bien que ella no podía dormir ni estar donde los mosquitos anduvieran picoteándo­la. Así fue como la púber Electra Esdrújula desistió de un futuro a lo Teresa de Calcuta y se convirtió en esto. Después tuvo un noviecito, Pablo o Juan Pablo, aunque tal vez se llamara Marcos, quién sabe, que la convenció para estudiar Psicología y ella se inscribió en la carrera de Psicología que, según su padre, estaba hasta el techo de terrorista­s. Y al final, cuando ella ya estaba por recibirse después de hacer un curso intensivo sobre manchas de Roscharch que más parecían de humedad, el padre comentó al tuntún: “Qué ilusión tenía yo de que fueras una médica filántropa en el corazón del Africa Negra auxiliando a los niñitos necesitado­s…” La Dra. Electra carraspeó: “¿ Cómo me dijo que era el nombre del susodicho?” “Simón”, repitió Caty. “Bonito nombre”, agregó la doctora, “sonoro, el mismo de papá”.

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