Las aventuras de Caty Kharma
La Dra. Electra
La Dra. Electra, la psicoanalista de Caty Kharma, no creía en las cifras del INDEC. Por lo cual le elevaba a Caty los honorarios de acuerdo a las subas de precios de la leche chocolatada más famosa del supermercado. No hay mejor alimento para el cerebro, consideraba la Dra. Electra, que la leche chocolatada. Con lo cual, los honorarios subían semana a semana y Caty iba cuando ya la angustia la tenía a maltraer y se arrastaraba como un burro de carga acogotado. Apenas entró al consultorio sonaba una música sexy: era el soundtrack de LOL, la peli de Miley Cyrus y Demi Moore. El CD incluía el himno de todo ser humano adulto No siempre puedes tener todo lo que necesitas. Confundida, Caty se sentó en el diván y la doctora le sonrió tal cual una cobra frente a una laucha. “Caty querida”, comenzó, “cuánto me alegro que haya vuelto justo en este tiempo. Seguro usted no sabía que yo soy una de las promotoras del movimiento para que Ezequiel Lavezzi juegue sin camiseta: tenemos un grupo de Facebook sobre el asunto. Me gustaría después contarle, a ver si se anima y milita con nosotras” Caty se quedó sorprendida: ¿ cómo podía tener una psicoanalista sesentona y que pareciera siempre una púber de trece? Se sentó en el diván con el gesto compungido de una institutriz solterona de la época victoriana. “Creo que me enamoré”, dijo Caty y carraspeó, “más bien es una certeza Me enamoré, sí”. La Dra. Esdrújula miró el horizonte de cemento y ropa blanca tendida en la soga que flameaba a la altura de su balcón. A lo mejor había que creer que más allá de un cóctel explosivo de hormonas, dopamina, oxitocina, endorfinas, había algo debajo o por sobre esas hormonas, que agitaba el universo y era el amor. “Querida, ¿y sospecha usted que es correspondida?” Caty tragó saliva: “Sí, creo que sí”. La Dra. Esdrújula suspiró; sintió deseos de sacar la cartas del Tarot, pero recordó que eso sólo lo hacía los domingos por la tarde en el Paseo de la Recoleta y disfrazada de gitana. Qué infinito es el deseo humano, ¿verdad?, pensaba para sí la Dra Esdrújula; parece que los homínidos nunca dicen basta. “¿ Cómo se llama el elegido, querida?” “Simón”. La Dra. Electra gruñó e hizo una introspección más rápida que el rayo y la centella: ¿por qué ella era psicoanalista? Cuando tenía escasos 13 años había declarado a su familia que deseaba ser médica e irse a ayudar a los necesitados del África: trabajaría sin descanso para ellos noche y día. Hasta que su padre, que era un malvado absoluto, le había pinchado el globo diciéndole que en el Africa negra no había repelente de insectos y sabía él muy bien que ella no podía dormir ni estar donde los mosquitos anduvieran picoteándola. Así fue como la púber Electra Esdrújula desistió de un futuro a lo Teresa de Calcuta y se convirtió en esto. Después tuvo un noviecito, Pablo o Juan Pablo, aunque tal vez se llamara Marcos, quién sabe, que la convenció para estudiar Psicología y ella se inscribió en la carrera de Psicología que, según su padre, estaba hasta el techo de terroristas. Y al final, cuando ella ya estaba por recibirse después de hacer un curso intensivo sobre manchas de Roscharch que más parecían de humedad, el padre comentó al tuntún: “Qué ilusión tenía yo de que fueras una médica filántropa en el corazón del Africa Negra auxiliando a los niñitos necesitados…” La Dra. Electra carraspeó: “¿ Cómo me dijo que era el nombre del susodicho?” “Simón”, repitió Caty. “Bonito nombre”, agregó la doctora, “sonoro, el mismo de papá”.