Post Covid-19.
Los especialistas debaten sobre los beneficios y riesgos de vivir en una ciudad densa. El caso de Buenos Aires y las lecciones que dejó la epidemia de fiebre amarilla de 1871.
Cómo serán nuestras ciudades después de la cuarentena y la pandemia.
Entre especialistas urbanos, la gran pregunta es cómo cambiarán nuestras ciudades a partir de esta pandemia. Desde Córdoba, el urbanista Marcelo Corti cita al arquitecto italiano Aldo Rossi, autor del libro La arquitectura de la ciudad y padre del posmodernismo historicista: “Las catástrofes no ocasionan cambios urbanos por sí mismas sino que aceleran las transformaciones que ya se estaban imaginando”.
El pensamiento del teórico milanés se aplica perfectamente a la generalización del teletrabajo o de la educación a distancia, dos modalidades que existían antes de esta pandemia pero que ahora parecen haberse convertido en moneda común y da la impresión de que seguirán vigentes por mucho tiempo. Sin embargo, el papel de las ciudades en el futuro parece ser menos claro.
Una nota del New York Times, aparecida a principios de mes, culpa a la alta densidad poblacional de Nueva York por la gran cantidad de casos de Covid-19 que se presentaron hasta el momento en esa ciudad. Es más, otra nota publicada en el periódico El País de Madrid, compara los números de muertos que tiene la Gran Manzana frente a los del Estado de California para señalar, una vez más, que la densidad es el problema.
Datos proporcionados por la Universidad Johns Hopkins contaban en alrededor de 1.000 los muertos neoyorquinos hasta hace 20 días, mientras que Los Ángeles y su conurbación (con 2 millones de habitantes más) apenas alcanzaba a los 54.
Nueva York es la ciudad más densamente poblada de los Estados Unidos, donde viven, en promedio, 104 personas por hectárea. Qué se podría decir entonces de la capital de la Argentina que tiene una densidad media de 150 personas por hectárea.
Para el urbanista y profesor Alfredo Garay, si el coronavirus fuera considerado un virus de la alta densidad, no habría que olvidar que existen otros virus de baja densidad, como el chikungunya, el sika y el dengue, que hoy suman más muertes que el Covid-19. Estas enfermedades son transmitidas por mosquitos y un mapeo de casos en la ciudad las ubican en barrios bajos como Coghlan, Villa del Parque, Villa Urquiza, Vélez Sársfield y Monte Castro, además de las villas de emergencia.
“Los que atacan la alta densidad, en realidad, imaginan una ciudad idílica de casas en lote propio, con jardín y pileta que sería muy perjudicial desde lo ecológico y económico. Una ciudad con 240 a 400 habitantes por hectárea, bien planificada, se podría resolver en edificios de planta baja y tres pisos, sumando espacios públicos y clubes en los que la gente podría socializar”, explica Garay.
Corti afirma que la diferencia de esta pandemia frente a cualquier anterior catástrofe (peste, guerra, tsunami o sismo) es que la “normalidad” posterior no será una continuidad de lo que existía antes, sino que se harán más evidentes la necesidad de prevenir el cambio climático y las alteraciones medioambientales. “Tengan o no relación con la emergencia, el carácter apocalíptico, global, destructivo y cruel de la situación actual, ayudará a confirmar la importancia de cuestiones como el cambio climático que hasta minutos antes de la aparición del virus eran desechadas por amplios sectores de la política y la cultura”, dice.
Sin embargo, las tendencias inmediatas que surgen como resultado de la pandemia parecen cuestionar la alta densidad y la compacidad de las ciudades, aún en contra de los consejos de expertos que desde hace años señalan que son las respuestas más aptas para enfrentar las amenazas
ambientales. Para el especialista en transporte urbano Andrés Borthagaray, es evidente la reacción antiurbana en contra de la alta concentración del transporte público y la densidad. “Son vistas como situaciones de riesgo”, afirma.
El primer síntoma está a la vista: ante la amenaza de la pandemia, en muchos lugares del mundo, los sectores sociales altos y medio alto optaron por abandonar la ciudad tradicional y migrar a zonas rurales o semirurales.
El impacto de calamidades como la actual se puede ejemplificar con el caso de Buenos Aires en 1871. Durante la epidemia de fiebre amarilla, la ciudad contaba con 190 mil habitantes, de los que la mitad eran inmigrantes. En solo seis meses, fallecieron 14 mil porteños, casi el 8% de la población.
La ciudad todavía no era Capital Federal y llegaba a lo que hoy son las avenidas Callao y Entre Ríos. Más allá estaba el campo y los pueblos de San José de Flores y Belgrano.
Cuando empezó la epidemia, en el mes de enero, los pobladores ricos de los únicos barrios que existían (Monserrat, San Telmo, Barracas y La Boca) se mudaron a las quintas de la zona norte, rural y despoblada. Son los barrios que hoy conocemos como Recoleta, Palermo y Belgrano. Esta migración produjo un cisma social entre el norte rico y el sur pobre que la ciudad aún sigue padeciendo.
La culpa de la epidemia se le adjudicó a los inmigrantes, los conventillos y la supuesta falta de higiene. Más tarde se supo que un mosquito, de la misma especie que el que transmite el dengue, era el transmisor de la fiebre amarilla.
De la misma manera que pasó hace casi 150 años, la pandemia podría producir
r La “normalidad” posterior a la pandemia no será la continuidad de lo que existía antes.
un desprestigio de la ciudad tradicional. “El virus puede terminar por darle legitimidad a los procesos de dispersión urbana que, a pesar de las recomendaciones internacionales y de la conciencia al respecto, se siguieron produciendo en todo el mundo durante este siglo”, explica Corti.
“Cuando fue la gran epidemia de poliomielitis en la Argentina (1956), la gente se iba a Mar del Plata, Córdoba o Rosario porque eran ciudades menos densas que Buenos Aires. La idea de salud siempre estuvo relacionada con una idílica vuelta al campo”, explica Garay.
La fiebre amarilla fue el puntapié inicial de una revolución urbana en Buenos Aires que incluyó la creación de grandes parques y monumentales avenidas, además de millonarias inversiones en infraestructura. Eso coincidió con el despegue económico de un país que se acomodaba al nuevo orden mundial como un productor de alimentos.
“Las reformas urbanas que transformaron a Buenos Aires a fines del siglo XIX tenían el sello del higienismo que ya había creado el París moderno. Y mezclaba temas como ventilación, asoleamiento, cloacas, agua potable, salud, pobreza y delincuencia. En Buenos Aires, por caso, se propuso sanear los conventillos como una forma para evitar la pobreza y la delincuencia”, señala Garay.
Durante siglos, la ciudad mantuvo la forma física heredada del medioevo hasta la aparición del automóvil que amplió sus fronteras. Para Corti, la movilidad extrema que caracterizó a la modernidad ha convivido con la segregación y las murallas. “Desde la caída del muro de Berlín se han construido muros equivalentes en todo el mundo, incluso en el occidente democrático y hasta se convirtió en la carta de triunfo de campañas políticas”, dice.
En ese sentido, una pandemia como la actual, parece tener en la segregación urbana una de las armas más efectivas pero aún no usadas. “Fuera de China, el origen de esta enfermedad está vinculada a los viajes; y en Latinoamérica, a la clase media alta, es por eso que llegó primero a zonas menos densas de la ciudad, como barrios acomodados de la zona norte, barrios cerrados y countries. Un adecuado mapeo de las zonas afectadas podría servir para realizar una cuarentena selectiva, y más efectiva, sólo en las áreas que realmente presentan casos”, propone Garay.
En el mismo sentido, el uso de la información privada y geolocalizada que ya generan la telefonía móvil sería muy útil para conocer barrios más riesgosos. “La información y los datos personales sirvieron en Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, e inclusive en Wuhan, donde nació la pandemia, a no recurrir al aislamiento social extremo. Claro que conocer la red de contactos de los enfermos supone, en nuestro mundo occidental, una invasión a la privacidad”, señala Borthagaray.
El distanciamiento social es un golpe mortal a la razón de ser de las ciudades tradicionales y ataca uno de sus puntos más vulnerable: el transporte público. Una desconfianza en la alta densidad y en los medios de movilidad masiva alentaría la huida a los countries del conurbano y al uso de vehículos particulares por parte de las clases más acomodadas. Irónicamente, esa tendencia es la que más perjudica al medioambiente y contribuye al calentamiento global y el cambio climático, tan señalados como artífices de las nuevas enfermedades y epidemias.
Por otro lado, el teletrabajo y la educación a distancia viene a solucionar la movilidad de los sectores medios vinculados al trabajo de oficina. El trabajo físico, generalmente radicado en las clases medias bajas no tiene solución y seguirá necesitando del transporte público y de medidas de distanciamiento social.
El debate inmediato es cómo salir de la cuarentena sin vulnerar la privacidad individual pero usando la información geolocalizada que ya está disponible. Ese mismo mecanismo tecnológico podría convertir a la ciudad tradicional en un lugar confiable ante nuevas amenazas. «