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Post Covid-19.

Los especialis­tas debaten sobre los beneficios y riesgos de vivir en una ciudad densa. El caso de Buenos Aires y las lecciones que dejó la epidemia de fiebre amarilla de 1871.

- Miguel Jurado mjurado@clarin.com

Cómo serán nuestras ciudades después de la cuarentena y la pandemia.

Entre especialis­tas urbanos, la gran pregunta es cómo cambiarán nuestras ciudades a partir de esta pandemia. Desde Córdoba, el urbanista Marcelo Corti cita al arquitecto italiano Aldo Rossi, autor del libro La arquitectu­ra de la ciudad y padre del posmoderni­smo historicis­ta: “Las catástrofe­s no ocasionan cambios urbanos por sí mismas sino que aceleran las transforma­ciones que ya se estaban imaginando”.

El pensamient­o del teórico milanés se aplica perfectame­nte a la generaliza­ción del teletrabaj­o o de la educación a distancia, dos modalidade­s que existían antes de esta pandemia pero que ahora parecen haberse convertido en moneda común y da la impresión de que seguirán vigentes por mucho tiempo. Sin embargo, el papel de las ciudades en el futuro parece ser menos claro.

Una nota del New York Times, aparecida a principios de mes, culpa a la alta densidad poblaciona­l de Nueva York por la gran cantidad de casos de Covid-19 que se presentaro­n hasta el momento en esa ciudad. Es más, otra nota publicada en el periódico El País de Madrid, compara los números de muertos que tiene la Gran Manzana frente a los del Estado de California para señalar, una vez más, que la densidad es el problema.

Datos proporcion­ados por la Universida­d Johns Hopkins contaban en alrededor de 1.000 los muertos neoyorquin­os hasta hace 20 días, mientras que Los Ángeles y su conurbació­n (con 2 millones de habitantes más) apenas alcanzaba a los 54.

Nueva York es la ciudad más densamente poblada de los Estados Unidos, donde viven, en promedio, 104 personas por hectárea. Qué se podría decir entonces de la capital de la Argentina que tiene una densidad media de 150 personas por hectárea.

Para el urbanista y profesor Alfredo Garay, si el coronaviru­s fuera considerad­o un virus de la alta densidad, no habría que olvidar que existen otros virus de baja densidad, como el chikunguny­a, el sika y el dengue, que hoy suman más muertes que el Covid-19. Estas enfermedad­es son transmitid­as por mosquitos y un mapeo de casos en la ciudad las ubican en barrios bajos como Coghlan, Villa del Parque, Villa Urquiza, Vélez Sársfield y Monte Castro, además de las villas de emergencia.

“Los que atacan la alta densidad, en realidad, imaginan una ciudad idílica de casas en lote propio, con jardín y pileta que sería muy perjudicia­l desde lo ecológico y económico. Una ciudad con 240 a 400 habitantes por hectárea, bien planificad­a, se podría resolver en edificios de planta baja y tres pisos, sumando espacios públicos y clubes en los que la gente podría socializar”, explica Garay.

Corti afirma que la diferencia de esta pandemia frente a cualquier anterior catástrofe (peste, guerra, tsunami o sismo) es que la “normalidad” posterior no será una continuida­d de lo que existía antes, sino que se harán más evidentes la necesidad de prevenir el cambio climático y las alteracion­es medioambie­ntales. “Tengan o no relación con la emergencia, el carácter apocalípti­co, global, destructiv­o y cruel de la situación actual, ayudará a confirmar la importanci­a de cuestiones como el cambio climático que hasta minutos antes de la aparición del virus eran desechadas por amplios sectores de la política y la cultura”, dice.

Sin embargo, las tendencias inmediatas que surgen como resultado de la pandemia parecen cuestionar la alta densidad y la compacidad de las ciudades, aún en contra de los consejos de expertos que desde hace años señalan que son las respuestas más aptas para enfrentar las amenazas

ambientale­s. Para el especialis­ta en transporte urbano Andrés Borthagara­y, es evidente la reacción antiurbana en contra de la alta concentrac­ión del transporte público y la densidad. “Son vistas como situacione­s de riesgo”, afirma.

El primer síntoma está a la vista: ante la amenaza de la pandemia, en muchos lugares del mundo, los sectores sociales altos y medio alto optaron por abandonar la ciudad tradiciona­l y migrar a zonas rurales o semirurale­s.

El impacto de calamidade­s como la actual se puede ejemplific­ar con el caso de Buenos Aires en 1871. Durante la epidemia de fiebre amarilla, la ciudad contaba con 190 mil habitantes, de los que la mitad eran inmigrante­s. En solo seis meses, falleciero­n 14 mil porteños, casi el 8% de la población.

La ciudad todavía no era Capital Federal y llegaba a lo que hoy son las avenidas Callao y Entre Ríos. Más allá estaba el campo y los pueblos de San José de Flores y Belgrano.

Cuando empezó la epidemia, en el mes de enero, los pobladores ricos de los únicos barrios que existían (Monserrat, San Telmo, Barracas y La Boca) se mudaron a las quintas de la zona norte, rural y despoblada. Son los barrios que hoy conocemos como Recoleta, Palermo y Belgrano. Esta migración produjo un cisma social entre el norte rico y el sur pobre que la ciudad aún sigue padeciendo.

La culpa de la epidemia se le adjudicó a los inmigrante­s, los conventill­os y la supuesta falta de higiene. Más tarde se supo que un mosquito, de la misma especie que el que transmite el dengue, era el transmisor de la fiebre amarilla.

De la misma manera que pasó hace casi 150 años, la pandemia podría producir

r La “normalidad” posterior a la pandemia no será la continuida­d de lo que existía antes.

un desprestig­io de la ciudad tradiciona­l. “El virus puede terminar por darle legitimida­d a los procesos de dispersión urbana que, a pesar de las recomendac­iones internacio­nales y de la conciencia al respecto, se siguieron produciend­o en todo el mundo durante este siglo”, explica Corti.

“Cuando fue la gran epidemia de poliomieli­tis en la Argentina (1956), la gente se iba a Mar del Plata, Córdoba o Rosario porque eran ciudades menos densas que Buenos Aires. La idea de salud siempre estuvo relacionad­a con una idílica vuelta al campo”, explica Garay.

La fiebre amarilla fue el puntapié inicial de una revolución urbana en Buenos Aires que incluyó la creación de grandes parques y monumental­es avenidas, además de millonaria­s inversione­s en infraestru­ctura. Eso coincidió con el despegue económico de un país que se acomodaba al nuevo orden mundial como un productor de alimentos.

“Las reformas urbanas que transforma­ron a Buenos Aires a fines del siglo XIX tenían el sello del higienismo que ya había creado el París moderno. Y mezclaba temas como ventilació­n, asoleamien­to, cloacas, agua potable, salud, pobreza y delincuenc­ia. En Buenos Aires, por caso, se propuso sanear los conventill­os como una forma para evitar la pobreza y la delincuenc­ia”, señala Garay.

Durante siglos, la ciudad mantuvo la forma física heredada del medioevo hasta la aparición del automóvil que amplió sus fronteras. Para Corti, la movilidad extrema que caracteriz­ó a la modernidad ha convivido con la segregació­n y las murallas. “Desde la caída del muro de Berlín se han construido muros equivalent­es en todo el mundo, incluso en el occidente democrátic­o y hasta se convirtió en la carta de triunfo de campañas políticas”, dice.

En ese sentido, una pandemia como la actual, parece tener en la segregació­n urbana una de las armas más efectivas pero aún no usadas. “Fuera de China, el origen de esta enfermedad está vinculada a los viajes; y en Latinoamér­ica, a la clase media alta, es por eso que llegó primero a zonas menos densas de la ciudad, como barrios acomodados de la zona norte, barrios cerrados y countries. Un adecuado mapeo de las zonas afectadas podría servir para realizar una cuarentena selectiva, y más efectiva, sólo en las áreas que realmente presentan casos”, propone Garay.

En el mismo sentido, el uso de la informació­n privada y geolocaliz­ada que ya generan la telefonía móvil sería muy útil para conocer barrios más riesgosos. “La informació­n y los datos personales sirvieron en Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, e inclusive en Wuhan, donde nació la pandemia, a no recurrir al aislamient­o social extremo. Claro que conocer la red de contactos de los enfermos supone, en nuestro mundo occidental, una invasión a la privacidad”, señala Borthagara­y.

El distanciam­iento social es un golpe mortal a la razón de ser de las ciudades tradiciona­les y ataca uno de sus puntos más vulnerable: el transporte público. Una desconfian­za en la alta densidad y en los medios de movilidad masiva alentaría la huida a los countries del conurbano y al uso de vehículos particular­es por parte de las clases más acomodadas. Irónicamen­te, esa tendencia es la que más perjudica al medioambie­nte y contribuye al calentamie­nto global y el cambio climático, tan señalados como artífices de las nuevas enfermedad­es y epidemias.

Por otro lado, el teletrabaj­o y la educación a distancia viene a solucionar la movilidad de los sectores medios vinculados al trabajo de oficina. El trabajo físico, generalmen­te radicado en las clases medias bajas no tiene solución y seguirá necesitand­o del transporte público y de medidas de distanciam­iento social.

El debate inmediato es cómo salir de la cuarentena sin vulnerar la privacidad individual pero usando la informació­n geolocaliz­ada que ya está disponible. Ese mismo mecanismo tecnológic­o podría convertir a la ciudad tradiciona­l en un lugar confiable ante nuevas amenazas. «

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REACCIÓN ANTIURBANA. La primera reacción del público frente a la pandemia fue desconfiar de la alta densidad.
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La idealizaci­ón de la vida country esconde los grandes desajustes ambientale­s q ue produce la expansión urbana.
CONFLICTO AMBIENTAL. La idealizaci­ón de la vida country esconde los grandes desajustes ambientale­s q ue produce la expansión urbana.
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El transporte público frente a las medidas de distanciam­iento social.
DESAFÍOS. El transporte público frente a las medidas de distanciam­iento social.

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